25 de marzo de 2014

Josep Pla: Els pagesos

«La cocina es el arte de valorar los contrastes, de integrarlos, de fundirlos. Es un arte orfeónico, por decirlo en griego. Las integraciones sinfónicas culinarias no pueden conseguirse con elementos absolutamente aberrantes, sino con elementos diferentes pero capacitados para generar, con su fusión y composición, un elemento nuevo y de cualidades superiores al originario». (Josep Pla. Lo que hemos comido, 1972)

Autor: Francesc Català-Roca
Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía
Josep Pla i Casadevall (1897-1981), nació en Palafrugell, corazón del Bajo Ampurdán gerundense. Periodista y ensayista, dependiendo esto más del soporte que del contenido, es considerado uno de los mejores defensores/conocedores de la gastronomía tradicional catalana del siglo que vivió casi de cabo a rabo (además, por supuesto, de uno de los mejores autores en lengua catalana de toda época).

Sin embargo, a pesar de la abundancia de referencias a la comida en sus escritos e incluso dos publicaciones específicamente dedicadas al tema (“Llagosta y pollastre. La cuina catalana” y “El que hem menjat”), Pla no es un escritor gastronómico, al menos no en la línea de Xavier Domingo, Néstor Luján, Joan Perucho, Jaume Fábrega o el mismísimo Vázquez Montalbán, por citar algunos contemporáneos catalanes; él simplemente menciona la cocina porque es parte integrante de la actividad humana.

Como igualmente, según confesión propia:  «nunca he sido cocinero. No tengo la menor idea sobre recetas de cocina. […] Nunca he sido un gourmet ni un gourmand». Y ciertamente no lo era, al menos en sentido estricto, pues también confesaba que no estaba interesado en la gastronomía mucho más allá de su referente cultural: ampurdanés, catalán y europeo, en ese orden (y nótese que el territorio español no catalanoparlante queda englobado como “europeo”). En general, Josep Pla ejerce un sosegado catalanismo gastronómico, una concepción nacional de la cocina catalana diferenciada de sus vecinas, idea que ya estaba presente en Ferrán Agulló, pero no desde el chauvinismo excluyente sino desde la posición del que defiende lo que es suyo y el resto, si quieren, que hagan lo propio. Aunque reconoce y muestra respeto por otras formas culinarias, no las reivindica. Es más: con frecuencia  deplora el avance territorial de modos e ingredientes foráneos.

Y es que el ampurdanés entiende que la gastronomía es una expresión cultural popular, y que cualquier desplazamiento implica riesgo de empobrecimiento y pérdida de identidad. Porque Josep Pla es un paisajista enamorado de su entorno natal y busca sacar de su pluma los mismos paisajes y paisanos que Sunyer o Rusiñol sacaban de sus pinceles.

Tal vez “Los payeses” (“Els pagesos”, 1952) sea una de sus obras más cercanas a esta vocación de testigo de lo cotidiano. De la misma extraigo aquí dos pasajes de temática explícitamente gastronómica:

La cocina del hostal es completamente casera y popular, absolutamente correcta y limpia, servida sin muchos cumplidos, y consiste en un solo plato cocinado, pan, vino y postre. Los postres son un poco monótonos y consisten en grana de capellà en invierno, y, en verano, en la fruta de la zona. Los granos de granada con azúcar y un poco de vino añejo han dado fama a los postres del establecimiento. En la zona hay granados excelentes.

Lo que demuestra que la cocina es buena es que cada día hacen lo mismo a base de una variación semanal cíclica. Cada domingo hacen arroz con los menudillos de pollos y gallinas y costillar de cerdo; un arroz asegurado por un buen sofrito y la calidad indiscutible de los ingredientes. Los lunes presentan estofado de conejo de campo casi todo el año (o sea independientemente de la veda) con dos patatas, el ramillete de laurel y el ramillete de hierbas. Los martes, chuletas de cerdo o butifarras de sal i pebre con judías a su lado, fritas, de acceso agradable y de piel escasamente separativa. Los miércoles la alimentación es diversa y se hace según la época; en primavera, habas o guisantes rehogados, y a finales de año, perdices, becadas o zorzales asados. Los jueves, la escudella de payés con la carn d’olla correspondiente, plenamente garantizada, dosificando con sensatez la gallina, la ternera y el cerdo, que es la manera de equilibrarla y aligerarla. Los viernes, fiesta. Los sábados, pies de cerdo en diversas combinaciones, la que tiene una aceptación más evidente son los pies de cerdo con caracoles, que a mí me parecen, a priori, una combinación difícil de comprender, pero que gusta mucho a la gente. No tengo nada que decir contra los caracoles, pero en principio me gustan los de concha seca y que se puedan coger con los dedos. Los que van con pies de cerdo son demasiado grasientos y no se pueden coger ni con pinzas.

Notas:
Vino añejo: Vi ranci (vino rancio) en el original, es un vino tradicional de algunas zonas catalanas (la D.O. Empordá entre ellas), obtenido a partir de uva garnacha u otras variedades, seco, envejecido, dorado y de alta graduación, similar a los olorosos andaluces, aunque también hay “ranci negre”, tinto (http://ca.wikipedia.org/wiki/Vi_ranci). La denominación de “rancio” en castellano, que iba unida al buen envejecimiento de los alimentos, ha pasado a ser un peyorativo por “estropeado” en las últimas décadas, así que he preferido “traicionar” aquí el léxico genuino para una mejor comprensión.

Grana de capellá (forraje de cura): también llamado “postres de músic” (o simplemente, músic) o ganyips, consiste en una mezcla de frutos secos (nueces, almendras, avellanas, piñones, higos secos, pasas…) que se toma como postre, generalmente acompañando con un vaso de vino moscatel.

Butifarra (botifarra) de sal i pebre: una variedad de butifarra fresca de tamaño mediano (20-25 cm), preparada con carne magra de cerdo cruda y tocino picados y aderezados con sal y pimienta (sal i pebre), embutidos en piel fina y transparente al modo de las salchichas. La forma tradicional es prepararla frita (no a la brasa, como se presenta en ocasiones, pues se pierde la grasa derretida que es fundamental) y acompañada de judías blancas hervidas y luego salteadas en la grasa (seques), constituyendo uno de los platos más tradicionales de la gastronomía catalana.

Escudella i carn d’olla: es la variedad de cocido o puchero típica de Cataluña (bullit), que se caracteriza por la pilota -un albóndigon oblongo hecho con carne picada, huevo, ajo, perejil, sal y pimienta, y pan- y porque la presencia de leguminosas es puramente testimonial, e incluso están ausentes (tradicionalmente se añade unas pocas judías –mongetes-, aunque en estos últimos años es más frecuente la presencia del garbanzo, debo suponer que por influencia castellana). El caldo se sirve aparte, la “escudella” propiamente dicha, y puede presentarse como consomé con pan, con pasta o arroz,  o con trozos del cocido (escudella barrejada o de payés), seguido de la carn d’olla compuesto por la pilota y el resto de los ingredientes, cárnicos y vegetales. Es, con mucho, el plato más emblemático de la gastronomía catalana aunque también se encuentra en Baleares y Valencia, incluso en el Rosellón, con variantes nimias.

Pies de cerdo con caracoles: una de los rasgos más característicos de la cocina de Cataluña, y que proviene de usos culinarios del Medievo, son las mezclas de ingredientes aparentemente dispares pero, por supuesto, con singulares y excelentes resultados, como los denominados mar i muntanya (carnes con pescado, destacadamente el pollo con langosta), miel con queso fresco (mel i mató), la tortilla de judías o el famoso pa amb tomaquet, pan con tomate. Por otra parte, los caracoles de concha seca a los que se refiere Josep Pla seguramente son “a la llauna”, especialidad leridana donde el molusco se hace sobre una chapa o recipiente metálico sobre brasas con algo de aceite y brandy.


Y, así y todo, ya lo ven: la cocina del país es exquisita. No hay pueblo ni villa que no presente, entre sus posibilidades, alguna cosa dotada de algún delicado matiz. Aquí la verdura no tiene rival, allá los tomates son los mejores del mundo o la carne o el pescado. A veces las cosas se extienden a la confitería o la repostería, casera, bien entendida. O se extienden a la bebida. En tal pueblo, el agua es incomparable; en tal otro tienen un vino esplendoroso; en el de más allá, una mistela...

Ahora, vale más desengañarse previamente. Todo esto tan subrayado, tan exaltado, tan elogiado, es lo que indefectiblemente no se puede tener. No se puede tener por más esfuerzos que se hagan, aunque se remueva tierra y cielo. Y no se puede tener porque las cosas privadas no se pueden tener, ni las cosas reservadas, herméticas, recónditas. Son cosas que no son accesibles a los forasteros; porque son tan buenas que los patriotas se las guardan para ellos. En los pueblos pidan lo más absurdo; la cocina italiana, la francesa o la andorrana. No se les ocurra aspirar a una cosa potable o comestible.

Vivimos en un país de puras maravillas, pero de maravillas reservadas. ¿Cuándo las abriremos al público? ¿Cuándo será posible acercarse a ellas sin tener que oír tantos elogios de su inexistencia?

En estos últimos años la cocina de las casas de payeses ha entrado en una fase muy desagradable. La decadencia de aquella cocina es uno de los fenómenos más tristes de nuestros tiempos. Cada día es más imposible encontrar la inolvidable, la magnífica escudella i carn d’olla de payés, que fue la base de la cocina rústica durante siglos, uno de los platos rurales más suculentos, uno de los manjares más densos y finos del país.  Este plato hoy es demasiado caro, prácticamente –si se quiere que sea sustancioso- prohibitivo. Según la ley permanente de los payeses, según la cual se ha de vender lo bueno y consumir lo inferior, de forma que el plato que se vuelve caro queda de hecho abolido.

Joaquim Sunyer: La vida mediterranea (1909)
Colección particular.
La escudella i carn d’olla ha sido sustituida por la sartén, como instrumento culinario indispensable. Llegará un momento en que, en las cocinas de las masías, no habrá más que sartenes para freír y refreír. Los payeses no comen más que fritos y refritos. No les gustan las cosas hervidas, a no ser que estén enfermos. Las sopas, las maravillosas sopas que comen los campesinos de toda Europa al atardecer –las medidas de sopas francesas, las terrazas* de sopas de verduras con mantequilla de las que habla Jules Renard con fascinación- aquí no han existido jamás, al menos que yo recuerde. Esta es una de las causas de la inferioridad de nuestra cocina payesa. Hacemos la sopa de pan, la sopa de caldo de pan con aceite –pero en el fondo es un plato de de enfermos, con la verdura hervida. Los payeses se dedican a la fritura general sistemática como si vivieran en una casa de huéspedes para burócratas y empleadillos. ¡Válgame Dios! Lo queremos todo frito; las judías caretas y las judías de invierno, las verduras de primavera y de verano, la carne y el pescado. Siguiendo este camino siniestro, llegamos al líquido más insano e infecto de todos los líquidos: el café con leche. Es como si ingiriéramos bilis.

Las payesas han perdido el gusto por la cocina. Las jóvenes payesas –con pocas excepciones- lo han perdido de una manera absoluta, totalmente. De las conversaciones que he tenido, deduzco que estas personas creen que vivimos en un mundo nuevo, que las cosas han cambiado, que la adopción de la maquinaria en las faenas agrarias implica una rectificación de las ideas antiguas sobre la cocina y la vida en general. Esta es otra nota que se tendrían que apuntar los observadores que afirman que los campesinos constituyen un estamento estático y tradicionalista… Lo cierto es que nuestros payeses acusan en este punto el tono general, observado más o menos en todas partes; una especie de incapacidad fundamental para pasar en la cocina las horas que hicieran falta. La consecuencia es visible; en este país, cada día se come peor, tanto en público como en privado, en todas partes.  El descenso del toque es extremadamente acusado. El progreso de la bazofia es general y progresivo. Yo me pregunto a veces cómo se comerá, en este país, dentro de un cuarto, dentro de medio siglo. ¡Se van a hartar de comer horriblemente, y no en su adolescencia, hoy en flor, sino a lo largo de toda su vida! Y lo curioso es que ni se darán cuenta de que comen malamente, tal será el olvido de cualquier referencia anterior auténtica, tan perfecta la aclimatación a las miserables formas y modalidades que se han abierto paso en la época presente.

*terrasses en el original, sin embargo podría ser una errata por terrissas, marmitas u ollas de barro.

Bueno, solo comentar que Josep Pla se expresaba así justo en la mediatriz del siglo XX, bastantes años antes de que las cadenas de comida rápida, los precocinados y las modas pseudogastronómicas se instalaran a nuestro alrededor. Afortunadamente, el apocalipsis no ha llegado a tanto como profetizó y la gastronomía catalana goza hoy de aceptable buena salud e impulso y sostenida por buenos profesionales. Tal vez se haya diluido algo, pero soy testigo de que la tradición ha sabido mantenerse (entre otras cosas porque hay un público que la demanda) y, aun mayor mérito, sin interferir con la modernidad y la renovación.

N.del A.: Textos extraídos de la edición "Josep Pla. Obra Completa, vol 8", Ed. Destino, 2014, ISBN 9788497101486, traducidos del catalán por el autor del blog con la inestimable ayuda de Heura. El párrafo inicial tomado de la edición "Lo que hemos comido", Ed. Destino, 2013, ISBN 9788423347162, traducción de P, Gómez Carrizo.


1 comentario:

  1. Aún no adaptada a la meseta, que es mi tierra, tu post me trae la luz de mi litoral mediterráneo. Y entre las combinaciones curiosas de alimentos echo de menos las mandonguilles amb sípia (albóndigas con sepia) por aquello de hacerme la repelente.
    Estupendo post y gracias por devolverme sabores queridos.

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