23 de octubre de 2014

Julio Camba: La casa de Lúculo

—Te entrego mi estómago, un poco estropeado por las salsas al por mayor—le dije al darle posesión de su cargo—, y espero que me lo trates bien. El estómago es el alma del escritor. Con un poco de acidez o de flatulencia, yo haría una literatura triste y perdería lectores. Al nombrarte mi cocinera, te nombro, en realidad, mi colaboradora. Hazme guisos sencillos, sabrosos y sanos, y de este modo tendremos siempre el respeto de la crítica y la aceptación del público. (Julio Camba, La rana viajera, 1920)

Julio Camba nació en Vilanova de Arousa, Pontevedra, en 1882. Aunque publicó alguna novela, el grueso de su obra son sus artículos periodísticos, la mayoría hoy recopilados en volúmenes agrupados por categoría. Desplazado como corresponsal a diversos puntos del planeta (Reino Unido, Francia, Alemania, EE.UU., etc.), desarrolló una visión del mundo cosmopolita y gallega al mismo tiempo, lo cual, unido a una elegantísima ironía e impecable lenguaje, dota a sus artículos de fácil, interesante y agradable lectura.


Así mismo, fue un excelente gastrónomo (¿algún gallego no lo es?) y, en 1929, publicó una colección de artículos sobre el tema culinario, algunos escritos ex profeso para la edición, bajo el título "La casa de Lúculo o el arte de bien comer" (subtitulado "Nueva fisiología del gusto", en alusión a la obra de Brillat-Savarin), donde, además de narrar experiencias en estómago propio, muestra un profundo conocimiento de los alimentos, cocinas, usos y costumbres de países y paisanos; obra a la que Gastrofábulas le dedica hoy merecidísima atención:

EL AJO

La cocina española está llena de ajo y de preocupaciones religiosas. El ajo mismo yo no estoy completamente seguro de que no sea una preocupación religiosa y, por lo menos, creo que es una superstición. Las mujeres de mi tierra natal suelen llevarlo en la faltriquera para espantar a las brujas, y sólo cuando el bulbo liliáceo ha perdido su virtud mágica en fuerza de rozarse con la calderilla, se deciden a echarlo en la cazuela. Es decir, que el ajo lo mismo sirve para espantar brujas que para espantar extranjeros. También sirve para darle al viandante gato por liebre en las hosterías, y aquí quisiera ver yo a los famosos catadores de la corte del rey Sol, que, al comer un muslo de faisán, averiguaban, por la firmeza de la carne, si aquel muslo correspondía a la pata que el faisán replegaba para dormirse o a la otra. Una de nuestras mayores hazañas culinarias la hemos realizado en la ciudad de Olvera al hacerle tomar estofado de burro a un destacamento bonapartista; pero no nos envanezcamos excesivamente. Aderezado con ajo, todo sabe a ajo, y los hosteleros, que para darle a uno gato por liebre, emplean además del ajo un relleno de tocino y perdigones, podrán saltarle a uno una muela, pero no aumentarán nunca su convicción.

No digo que sólo en España se utilice el ajo como condimento. Todo el Mediterráneo trasciende a ajo, y, aun dentro de la misma Francia, país de una cocina tan refinada, los marselleses hablan con un acento que, en su cincuenta por ciento, no tiene nada que ver con la prosodia, sino que es únicamente olor de ajos. Es en España, sin embargo, donde el ajo ha tomado verdadera carta de naturaleza, y, acostumbrado a su sabor, el español encuentra insípidas todas las comidas que no lo contienen. «Del cíclope al golpe, ¿qué pueden las risas de Grecia?» —preguntaba el poeta—. ¿Qué puede la trufa —pregunto yo a mi vez— en el país del ajo? Los españoles nos cauterizamos con ajo el paladar, así como los yanquis se lo cauterizan con alcoholes helados y contradictorios —véase el capítulo sobre las bebidas americanas—, y si nuestras cocineras son tan aficionadas al ajo, no es porque este condimento les sirva para hacer una buena comida, sino, al contrario, porque les sirve para no tener que hacerla.

Está, no obstante, muy lejos de mí el propósito de negar todas las excelencias del ajo. Utilizado hábilmente, el ajo puede servir, por ejemplo, para neutralizar el olor a lana del carnero, olor que, en un jigote, viene a ser algo así como lo que sería en un traje el sabor a asado. Tampoco opino que se deba prescindir del ajo en las sopas de ajo, aunque hay por ahí quien presume de fumar tabaco desnicotinizado y de tomar café sin cafeína. Lo único que digo es que el ajo es un arma de dos filos con la que se puede hacer pasable un alimento mediocre y con la que se puede destruir un manjar de primera clase.

Burro de Olvera: la anécdota pudiera ser cierta. Al parecer lo refiere Albert Jean Michel de Rocca, teniente de húsares que contó sus vivencias en la Guerra de la Independencia. Se dice que, a los franceses que combatieron en Andalucía, cuando se quejaban de una comida les espetaban en tono de burla: "Vous avez mange de l'ane a Olvera!" (¡Tú que comiste burro en Olvera!).

España es, ciertamente, el primer productor de ajo de Europa y quinto del mundo. Igualmente, y aunque las cifras bailan según la fuente, es también el mayor consumidor per capita de occidente, aunque chinos y coreanos son mucho más devoradores de la liliácea.

«Del cíclope al golpe...»: fragmento del soneto A Francia, de Rubén Darío.


LA SARDINA

Preveo que voy a quedar muy mal. En todos los libros de cocina, al llegar al capítulo de los pescados de mar, se encarece ante todo la finura del lenguado, la delicadeza del rodaballo, etc., etc. Por mi parte no tengo nada que decir contra estos estimables acantopterigios, que pueden ponerse en todas las mesas, así como las novelas de don Ricardo León pueden ponerse en todas las bibliotecas. Son pescados muy ricos, sin duda alguna, pero no creo que ninguno de ellos logre inspirar jamás una verdadera pasión. ¿Se imaginan ustedes a alguien, por ejemplo, cometiendo una estafa para comer lenguado o rodaballo? Pues bien; yo, cajero hipotético de una sociedad cualquiera, sería capaz de fugarme un día con los fondos confiados a mi custodia nada más que para irme a un puerto y atracarme de sardinas. Una sardina, una sola, es todo el mar, a pesar de lo cual yo le recomendaré al lector que no se coma nunca menos de una docena; pero vea cómo las come, dónde las come y con quién las come. No se trata precisamente de un manjar «de buena compañía», sino más bien de eso que los franceses llaman un petit plat canaille. No es para tomar en el hogar con la madre virtuosa de nuestros hijos, sino fuera, con la amiga golfa y escandalosa. Las personas que se hayan unido alguna vez en el acto de comer sardinas, ya no podrán respetarse nunca mutuamente, y cuando usted, querido lector, quiera organizar una sardinada, procure elegir bien sus cómplices.

Yo suelo comer sardinas todos los años en Galicia, donde me las asa Pepe Roig, el boticario de Villanueva de Arosa. Si usted quisiera que Pepe Roig le confeccionase unas píldoras, yo le daría con mucho gusto una recomendación para él; pero si quiere que le ase unas sardinas, no le hace a usted falta recomendación alguna. Todos los días durante el verano le llegan a Pepe Roig gentes de Cambados, de Pontevedra, de la Puebla y de Portosín, que, atraídas por su fama de Vatel de las sardinas, van a rogarle que les ase algunas, y no se sabe de nadie que haya hecho el viaje en balde. Pepe consigue siempre las sardinas, busca luego los carozos —palabra vernácula con que se designan los zuros o raspas de las espigas de maíz—, coge las parrillas y se mete en seguida en faena.

Las mejores sardinas, en opinión de Pepe Roig, son las del jeito, un arte catalana que se introdujo en Galicia durante el reinado de Carlos III, y contra la que protestaron todos los mareantes del litoral. Las otras artes cogen indistintamente sardinas de varios tamaños y alternan su sabor con el engaño de que se sirven para atraerlas, pero el jeito, no. El jeito es una red que se coloca como un muro al paso de un banco de sardinas con unos corchos arriba y unos plomos abajo. Las sardinas demasiado pequeñas meten la cabeza en la malla, pasan luego el cuerpo y se encuentran acto seguido en el otro lado, libres y felices hasta que crezcan y se pongan más apetitosas. Las demasiado grandes, no pudiendo introducir en la malla toda la cabeza, se quedan libres también, aunque, si en el mundo de las sardinas existe algo de ternura familiar, su libertad no debe de serles muy ligera al verse alejadas de la prole sin saber hasta cuándo. Y, eliminadas así las tobilleras y las jamonas, sólo quedan en la red aquellas sardinas que tienen la edad y el tamaño requeridos. Quedan presas por la galada y, al debatirse y desangrarse, depuran considerablemente su sabor.


Sardinas con cachelos. Fuente: "Esta es mi cocina"
Cuando estas sardinas llegan al puerto se las echa encima una verdadera montaña de sal y se las deja así dos o tres horas. Mientras tanto, una mujer ha preparado los cachelos —patatas cocidas con unto y laurel, a las que no se les quita la piel hasta después de la cocción— y los carozos se han convertido en brasas. Y entonces es cuando entra en funciones Pepe Roig. Amorosamente, va cogiendo las sardinas, una por una, y, como si las elevase a un puesto honorífico, las va colocando en las parrillas. Luego forma sobre el hogar un lecho de brasas, busca unas piedrecitas y sobre estas piedrecitas coloca las parrillas a la debida altura para que el pescado vaya asándose «al romance», poco a poco y con el mínimo de calor. Tan pronto como una sardina está asada por un lado, el gran Pepe la vuelve sin hacerla nunca esperar por las otras, y, cuando queda asada por los dos lados, la coge delicadamente y se la ofrece a usted.

Obsérvese que a estas sardinas no se les ha quitado la escama ni se les ha sacado la tripa. Pescadas unas horas antes, no habría habido más remedio que limpiarlas, y entonces ya no serían buenas para asar, aunque serían excelentes para freír. La sardina asada supone una primera materia perfecta. Una hora más en el barco o media hora menos de sal y el fracaso sería espantoso.

Considero inútil advertir que las sardinas asadas no deben comerse nunca con tenedor. ¿Se imagina usted, querido lector, el espanto de una familia inglesa que, habiéndole invitado a usted a comer en su casa, le viera llevarse los manjares a la boca con sus propios dedos? Pues ese espanto no sería nada comparado al que se produciría en Villanueva si usted comiese allí con tenedor las sardinas asadas. El tenedor dislacera de un modo brutal las carnes de la sardina y, aunque sea de plata, altera sus preciosas esencias. Nada de tenedor, por lo tanto. Esa invención italiana, especie de mano artificial, sirve para ahorrar la natural cuando se trata de una comida mediocre; pero en las grandes ocasiones no hay que andarse con remilgos. Coja usted su sardina con los dedos, colóquela encima de un cachelo y siga esta regla de oro: para cada cachelo una sardina y para cada sardina un vaso de vino.

Y si después de haberse tomado una docena de vasos de vino con una docena de cachelos y una docena de sardinas no está usted satisfecho, tómese usted una docena más, pero no cometa el error de tomar otra cosa; en primer lugar, porque habrá tomado usted ya un alimento completo, y, en segundo lugar, porque todo seguiría sabiéndole a usted a sardinas, como todo seguirá sabiéndole a sardinas por la noche y todo seguirá sabiéndole a sardinas al día siguiente. Sí, querido lector. Las sardinas asadas saben muy bien; pero saben demasiado tiempo. Después de comerlas uno tiene la sensación de haberse envilecido para toda la vida. El remordimiento y la vergüenza no nos abandonarán ya ni un momento y todos los perfumes de la Arabia serán insuficientes para purificar nuestras manos.

Salvo la primera frase, el artículo fue publicado tal cual en el diario ABC de Madrid, el 30/12/1928, bajo el título de "El año sardinero".

La botica de Pepe Roig (que, por supuesto, existieron botica y boticario) estaba, al parecer, en la misma ubicación que la actual farmacia Pavía, en C/ Francisco Reiniz, junto a la plaza Olmos, en Vilanova de Arousa.

El jeito o xeito es, en efecto, un arte de pesca con red entre los llamados "de enmalle", casi específico para la sardina; sin embargo, no creo que sea de origen catalán pues, desde hace siglos, es tradicional entre los pescadores gallegos (un ensayo de Andrés Canoura sobre el tema, publicado por la Consellería de Pesca, da cuenta de esta práctica en Galicia ya en el siglo XVII, mucho antes del reinado de Carlos III) y el autor probablemente se refiere a la influencia que los empresarios catalanes de la salazón tuvieron  en Galicia durante el siglo XVIII.

François Vatel fue un célebre cocinero francés del siglo XVII a quien se le atribuye la invención de la crema Chantilly y de quien se cuenta que se suicidó pensando que el pescado que había pedido no iba a llegar a tiempo para la comida que debía servir.

La versión publicada en el libro añade, además, la nota siguiente:
Más o menos, las sardinas se asan de igual manera desde el monte de Santa Tecla en la desembocadura del Miño hasta el puerto de Pasajes. Consignemos, sin embargo, una variante digna de los mayores elogios: la de las sardinas malagueñas en espetón. Se traza una circunferencia en la tierra, se excava un poco y se hace un lecho de brasas. Los espetones son de caña. En cada uno de ellos se ensartan algunas sardinas, cuantas menos mejor. Luego se observa el viento, se toman lo espetones y se clavan al borde del círculo ígneo. Las sardinas que se usan en Málaga para este asado —un verdadero asado al asador, diga lo que quiera Alejandro Dumas— son mucho más chicas y mucho menos grasientas que las del Cantábrico; pero están riquísimas. Es costumbre asarlas y comerlas frente al Mediterráneo, mar cuya fauna, un poco desacreditada en general, se rehabilita en Málaga, y el vino de Montilla las sienta admirablemente.

Nota de la que, como malagueño, doy fe de su acierto y, al mismo tiempo, agradezco el elogio. La referencia a Alejandro Dumas (padre) alude al comentario que el novelista francés hace en su libro "Viaje por España", donde dice que en España no existen los asadores aunque exista la palabra.


N.del A.: Texto extraídos de la edición digital por Ed. Reino de Cordelia, 2011, ISBN 978-84-938913-3-6



Página web dedicada a Julio Camba
Blog "Esta es mi cocina": Sardinas con cachelos


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